En el
corazón del verano, como cada año, vuelve la solemnidad de la Asunción de la
bienaventurada Virgen María, la fiesta mariana más antigua. Es una ocasión para
ascender con María a las alturas del espíritu, donde se respira el aire puro de
la vida sobrenatural y se contempla la belleza más auténtica, la de la
santidad. El clima de la celebración de hoy está todo él penetrado de la alegría
pascual. "Hoy —canta la antífona del Magníficat— la Virgen
María sube a los cielos; porque reina con Cristo para siempre. Aleluya".
Este anuncio nos habla de un acontecimiento totalmente único y extraordinario,
pero destinado a colmar de esperanza y felicidad el corazón de todo ser humano.
María es, en efecto, la primicia de la humanidad nueva, la criatura en la cual
el misterio de Cristo —encarnación, muerte, resurrección y ascensión al cielo—
ha tenido ya pleno efecto, rescatándola de la muerte y trasladándola en alma y
cuerpo al reino de la vida inmortal. Por eso, la Virgen María, como recuerda el Concilio Vaticano II, constituye para nosotros un signo de segura esperanza y
de consolación (cf. Lumen gentium, 68).
La fiesta de hoy nos impulsa, por lo tanto, a elevar la mirada
hacia el Cielo. No un cielo hecho de ideas abstractas, ni tampoco un cielo
imaginario creado por el arte, sino el Cielo de la verdadera realidad, que es
Dios mismo: Dios es el Cielo. Y el Cielo, Dios, es nuestra meta, la meta y la
morada eterna, de la que provenimos y a la que tendemos.
San Germán,
obispo de Constantinopla en el siglo VIII, en un discurso pronunciado en la
fiesta de la Asunción, dirigiéndose a la celestial Madre de Dios, se expresaba
así: "Tú eres la que, por medio de tu carne inmaculada, uniste a Cristo al
pueblo cristiano... Como todo sediento corre a la fuente, así toda alma corre a
ti, fuente de amor; y como cada persona aspira a vivir, a ver la luz que no se
apaga, así cada cristiano suspira por entrar en la luz de la Santísima
Trinidad, donde tú ya has entrado". Estos mismos sentimientos nos animan
hoy mientras contemplamos a María en la gloria de Dios.
Como
Jesucristo y junto con él, María partió de este mundo para volver "a la
casa del Padre" (cf. Juan 14,
2). Y todo esto no está lejos de nosotros, como quizá podría parecer en un
primer momento, porque todos somos hijos del Padre, de Dios, todos somos
hermanos de Jesús y todos somos también hijos de María, nuestra Madre. Todos
tendemos a la felicidad. Y la felicidad a la que todos tendemos es Dios, así
todos estamos en camino hacia esa felicidad que llamamos Cielo, que en realidad
es Dios. Que María nos ayude, nos anime, a hacer que todo momento de nuestra
existencia sea un paso en este camino hacia Dios. Que nos ayude a hacer así
presente también la realidad del cielo, la grandeza de Dios en la vida de
nuestro mundo, a nuestro alrededor.
Pidamos a
María que nos haga hoy el don de su fe, la fe en la que sentimos íntimamente
que nuestra vida no está encerrada en el pasado, sino atraída hacia el futuro,
hacia Dios, allí donde Cristo ya se nos ha adelantado, y detrás de Él, María,
su Madre bendita, nuestra Madre. Mirando a la Virgen elevada al cielo
comprendemos mejor que nuestro morir no es el final, sino el ingreso en la vida
que no conoce la muerte.
Queridos
hermanos y hermanas, que participan en esta celebración, ante el
triste espectáculo de tanta falsa alegría y, a la vez, de tanta angustia y
dolor que se difunde en el mundo, debemos aprender de ella a ser signos de
esperanza y de consolación, debemos anunciar con nuestra vida la resurrección
de Cristo.
"Ayúdanos tú, oh Madre, resplandeciente Puerta del Cielo, Madre de la Misericordia, fuente a través de la cual ha brotado nuestra
vida y nuestra alegría, Jesucristo nuestro Salvador. Amén".
15-Agosto-2019
Parroquia "San Blas", Burlada (Navarra, España)
No hay comentarios:
Publicar un comentario