BLOG PERSONAL E INDEPENDIENTE

COMPARTIENDO EXPERIENCIAS

HERMOSO Y SABIO MENSAJE, EN UN MOMENTO MUNDIALMENTE HISTÓRICO DE OSCURIDAD, PARA PERPETUA MEMORIA 


«Pasado el sábado» (Mateo 28,1) las mujeres fueron al sepulcro. Así comenzaba el evangelio de esta Vigilia santa, con el sábado. Es el día del Triduo pascual que más descuidamos, ansiosos por pasar de la cruz del viernes al aleluya del domingo. Sin embargo, este año percibimos más que nunca el sábado santo, el día del gran silencio. Nos vemos reflejados en los sentimientos de las mujeres durante aquel día. Como nosotros, tenían en los ojos el drama del sufrimiento, de una tragedia inesperada que se les vino encima demasiado rápido. Vieron la muerte y tenían la muerte en el corazón. Al dolor se unía el miedo, ¿tendrían también ellas el mismo fin que el Maestro? Y después, la inquietud por el futuro, quedaba todo por reconstruir. La memoria herida, la esperanza sofocada. Para ellas, como para nosotros, era la hora más oscura.

Pero en esta situación las mujeres no se quedaron paralizadas, no cedieron a las fuerzas oscuras de la lamentación y del remordimiento, no se encerraron en el pesimismo, no huyeron de la realidad. Realizaron algo sencillo y extraordinario: prepararon en sus casas los perfumes para el cuerpo de Jesús. No renunciaron al amor: la misericordia iluminó la oscuridad del corazón. La Virgen, en el sábado, día que le sería dedicado, rezaba y esperaba. En el desafío del dolor, confiaba en el Señor. Sin saberlo, esas mujeres preparaban en la oscuridad de aquel sábado el amanecer del «primer día de la semana», día que cambiaría la historia. Jesús, como semilla en la tierra, estaba por hacer germinar en el mundo una vida nueva; y las mujeres, con la oración y el amor, ayudaban a que floreciera la esperanza. Cuántas personas, en los días tristes que vivimos, han hecho y hacen como aquellas mujeres: esparcen semillas de esperanza. Con pequeños gestos de atención, de afecto, de oración.

Al amanecer, las mujeres fueron al sepulcro. Allí, el ángel les dijo: «Vosotras, no temáis […]. No está aquí: ¡ha resucitado!» (vv. 5-6). Ante una tumba escucharon palabras de vida… Y después encontraron a Jesús, el autor de la esperanza, que confirmó el anuncio y les dijo: «No temáis» (v. 10). No temáis, no tengáis miedoHe aquí el anuncio de la esperanza. Que es también para nosotros, hoy. Hoy. Son las palabras que Dios nos repite en la noche que estamos atravesando.

En esta noche conquistamos un derecho fundamental, que no nos será arrebatado: el derecho a la esperanza; es una esperanza nueva, viva, que viene de Dios. No es un mero optimismo, no es una palmadita en la espalda o unas palabras de ánimo de circunstancia, con una sonrisa pasajera. No. Es un don del Cielo, que no podíamos alcanzar por nosotros mismos: Todo irá bien, decimos constantemente estas semanas, aferrándonos a la belleza de nuestra humanidad y haciendo salir del corazón palabras de ánimo. Pero, con el pasar de los días y el crecer de los temores, hasta la esperanza más intrépida puede evaporarse. La esperanza de Jesús es distinta, infunde en el corazón la certeza de que Dios conduce todo hacia el bien, porque incluso hace salir de la tumba la vida.

El sepulcro es el lugar donde quien entra no sale. Pero Jesús salió por nosotros, resucitó por nosotros, para llevar vida donde había muerte, para comenzar una nueva historia que había sido clausurada, tapándola con una piedra. Él, que quitó la roca de la entrada de la tumba, puede remover las piedras que sellan el corazón. Por eso, no cedamos a la resignación, no depositemos la esperanza bajo una piedra. Podemos y debemos esperar, porque Dios es fiel, no nos ha dejado solos, nos ha visitado y ha venido en cada situación: en el dolor, en la angustia y en la muerte. Su luz iluminó la oscuridad del sepulcro, y hoy quiere llegar a los rincones más oscuros de la vida. Hermana, hermano, aunque en el corazón hayas sepultado la esperanza, no te rindas: Dios es más grande. La oscuridad y la muerte no tienen la última palabra. Ánimo, con Dios nada está perdido.

Ánimo: es una palabra que, en el Evangelio, está siempre en labios de Jesús. Una sola vez la pronuncian otros, para decir a un necesitado: «Ánimo, levántate, que [Jesús] te llama» (Mc 10,49). Es Él, el Resucitado, el que nos levanta a nosotros que estamos necesitados. Si en el camino eres débil y frágil, si caes, no temas, Dios te tiende la mano y te dice: «Ánimo”. Pero tú podrías decir, como don Abundio: «El valor no se lo puede otorgar uno mismo» (A. Manzoni, Los Novios (I Promessi Sposi), XXV). No te lo puedes dar, pero lo puedes recibir como don. Basta abrir el corazón en la oración, basta levantar un poco esa piedra puesta en la entrada de tu corazón para dejar entrar la luz de Jesús. Basta invitarlo: “Ven, Jesús, en medio de mis miedos, y dime también: Ánimo”. Contigo, Señor, seremos probados, pero no turbados. Y, a pesar de la tristeza que podamos albergar, sentiremos que debemos esperar, porque contigo la cruz florece en resurrección, porque Tú estás con nosotros en la oscuridad de nuestras noches, eres certeza en nuestras incertidumbres, Palabra en nuestros silencios, y nada podrá nunca robarnos el amor que nos tienes.

Este es el anuncio pascual; un anuncio de esperanza que tiene una segunda parte: el envío. «Id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea» (Mt 28,10), dice Jesús. «Va por delante de vosotros a Galilea» (v. 7), dice el ángel. El Señor nos precede, nos precede siempre. Es hermoso saber que camina delante de nosotros, que visitó nuestra vida y nuestra muerte para precedernos en Galilea; es decir, el lugar que para Él y para sus discípulos evocaba la vida cotidiana, la familia, el trabajo. Jesús desea que llevemos la esperanza allí, a la vida de cada día. Pero para los discípulos, Galilea era también el lugar de los recuerdos, sobre todo de la primera llamada. Volver a Galilea es acordarnos de que hemos sido amados y llamados por Dios. Cada uno de nosotros tiene su propia Galilea. Necesitamos retomar el camino, recordando que nacemos y renacemos de una llamada de amor gratuita, allí, en mi Galilea. Este es el punto de partida siempre, sobre todo en las crisis y en los tiempos de prueba. Con la memoria de mi Galilea.

Pero hay más. Galilea era la región más alejada de Jerusalén, el lugar donde se encontraban en ese momento. Y no sólo geográficamente: Galilea era el sitio más distante de la sacralidad de la Ciudad santa. Era una zona poblada por gentes distintas que practicaban varios cultos, era la «Galilea de los gentiles» (Mt 4,15). Jesús los envió allí, les pidió que comenzaran de nuevo desde allí. ¿Qué nos dice esto? Que el anuncio de la esperanza no se tiene que confinar en nuestros recintos sagrados, sino que hay que llevarlo a todos. Porque todos necesitan ser reconfortados y, si no lo hacemos nosotros, que hemos palpado con nuestras manos «el Verbo de la vida» (1 Jn 1,1), ¿quién lo hará? Qué hermoso es ser cristianos que consuelan, que llevan las cargas de los demás, que animan, que son mensajeros de vida en tiempos de muerte. Llevemos el canto de la vida a cada Galilea, a cada región de esa humanidad a la que pertenecemos y que nos pertenece, porque todos somos hermanos y hermanas. Acallemos los gritos de muerte, que terminen las guerras. Que se acabe la producción y el comercio de armas, porque necesitamos pan y no fusiles. Que cesen los abortos, que matan la vida inocente. Que se abra el corazón del que tiene, para llenar las manos vacías del que carece de lo necesario.

Al final, las mujeres «abrazaron los pies» de Jesús (Mateo 28,9), aquellos pies que habían hecho un largo camino para venir a nuestro encuentro, incluso entrando y saliendo del sepulcro. Abrazaron los pies que pisaron la muerte y abrieron el camino de la esperanza. Nosotros, peregrinos en busca de esperanza, hoy nos aferramos a Ti, Jesús Resucitado. Le damos la espalda a la muerte y te abrimos el corazón a Ti, que eres la Vida.

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica Vaticana
Sábado Santo, 11 de abril de 2020

ANIVERSARIO 14 DE ORDENACIÓN SACERDOTAL
17-DICIEMBRE-2019
En esta ocasión, retomo una parte de la Audiencia general del Papa Benedicto XVI, con fecha del 14 de abril de 2010, en la cual habla sobre el Munus docendi. Pude escribir a modo de síntesis la experiencia como sacerdote estudiante que tuve en España durante tres años, pero he querido buscar unas sabias reflexiones que le den cuerpo a esa experiencia vivida, que la canalicen, y esas sabias reflexiones las he encontrado en ese discurso del Papa Emérito: “Para comprender lo que significa que el sacerdote actúa in persona Christi Capitis —en la persona de Cristo Cabeza—, y para entender también las consecuencias que derivan de la tarea de representar al Señor, especialmente en el ejercicio de estos tres oficios (ensenar, regir y santificar), es necesario aclarar ante todo lo que se entiende por «representar». El sacerdote representa a Cristo. ¿Qué quiere decir «representar» a alguien? En el lenguaje común generalmente quiere decir recibir una delegación de una persona para estar presente en su lugar, para hablar y actuar en su lugar, porque aquel que es representado está ausente de la acción concreta. Nos preguntamos: ¿El sacerdote representa al Señor de la misma forma? La respuesta es no, porque en la Iglesia Cristo no está nunca ausente; la Iglesia es su cuerpo vivo y la Cabeza de la Iglesia es él, presente y operante en ella. Cristo no está nunca ausente; al contrario, está presente de una forma totalmente libre de los límites del espacio y del tiempo, gracias al acontecimiento de la Resurrección, que contemplamos de modo especial en este tiempo de Pascua.


Por lo tanto, el sacerdote que actúa in persona Christi Capitis y en representación del Señor, no actúa nunca en nombre de un ausente, sino en la Persona misma de Cristo resucitado, que se hace presente con su acción realmente eficaz. Actúa realmente y realiza lo que el sacerdote no podría hacer: la consagración del vino y del pan para que sean realmente presencia del Señor, y la absolución de los pecados. El Señor hace presente su propia acción en la persona que realiza estos gestos. Estos tres oficios del sacerdote —que la Tradición ha identificado en las diversas palabras de misión del Señor: enseñar, santificar y gobernar— en su distinción y en su profunda unidad son una especificación de esta representación eficaz. Esas son en realidad las tres acciones de Cristo resucitado, el mismo que hoy en la Iglesia y en el mundo enseña y así crea fe, reúne a su pueblo, crea presencia de la verdad y construye realmente la comunión de la Iglesia universal; y santifica y guía”. 

Parroquia de Nuestra Señora de las Victorias
Diócesis de San Vicente 


ANIVERSARIO 12 DE ORDENACIÓN SACERDOTAL
17-DICIEMBRE-2017


“Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo” (Isaías 61, 10).

En este tercer domingo de Adviento, al igual que el domingo pasado, resalta la figura de San Juan el Bautista. El evangelio de este domingo tomado de san Juan se complementa con el evangelio proclamado en el segundo domingo de Adviento, tomado de san Mateo, para hablarnos sobre la persona, la vocación y la misión de san Juan Bautista. Por consiguiente, ¿Quién es Juan el Bautista en relación con el Mesías, el esperado por los siglos? Diremos que es el hombre profeta que Dios suscita en la llamada “plenitud de los tiempos” (Gálatas 4, 4). Juan es testigo de la luz, es decir, de Jesucristo “el Sol que ha nacido y nos ha visitado desde de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (cfr. Lucas 1, 79).  

Como ha dicho Don Pello en la monición de entrada, ahora estoy celebrando esta eucaristía de acción de gracias, por estar cumpliendo 12 años de haber sido ordenado sacerdote junto con otros dos compañeros más, en la Catedral de mi ciudad llamada San Vicente, El Salvador. El sacerdote no está fuera de la vocación y misión de san Juan Bautista, puesto que el sacerdote debe ser testigo de Jesucristo Luz, con su palabra, conducta y entrega día a día. San Juan Bautista nos da una lección de humildad y santo temor a Dios, cuando los sacerdotes judíos y levitas le preguntaron si él era el Mesías, o Elías o el Profeta, Juan dijo: “íNo! Jesús todavía no había aparecido en el ámbito público, no era conocido aún, por tanto, si Juan no hubiera tenido buenas intenciones o quizá mejor, si no hubiera tenido clara su identidad, posiblemente hubiera usurpado el lugar del Mesías. De igual modo, el sacerdote no ha de usurpar el lugar de Jesús, sino al contrario, hacer todo lo posible para que Cristo sea el centro. Recordemos cuando al Papa Francisco le aplaudieron en un discurso y el Sumo Pontífice dijo que el centro no es el Papa, sino Jesucristo. El sacerdote al igual que Juan el Bautista debe facilitar el encuentro de las personas con Jesucristo y no ser un obstáculo, porque cuando un sacerdote obstaculiza el encuentro entre las personas y Dios debido a su negligencia y mal testimonio, entonces se ha vuelto o se está volviendo insípido como la sal. Por eso, en el tiempo que llevo de sacerdote, he ido comprendiendo existencialmente que el tema de la identidad sacerdotal es fundamental y esto se va construyendo pasito a pasito en la etapa de seminarista. Sin pretensión de ser fatalista ni determinista, pero es triste cuando un seminarista le pone demasiado énfasis a lo exterior, a su presentación externa ante los demás y descuida su interior, descuida su corazón, esto provoca, repito sin pretender ser fatalista ni determinista, que cuando llega a ser sacerdote, en vez de dar a Cristo, en vez de buscar que Dios cada vez más sea glorificado, busca su gloria, cae en la vanagloria y vanidad.

“Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha vestido un traje de gala”. Doy gracias a Dios por mí y por todos los sacerdotes del mundo entero, por haber recibido la sagrada ordenación a través de la imposición de manos del señor obispo, por haber recibido tan alta dignidad con la finalidad de anunciar, santificar y pastorear en comunión con Jesucristo el Buen Pastor. Hermanos y hermanas, no dejen de orar por nosotros los sacerdotes, los seminaristas y para que surjan vocaciones. Ciertamente, el sacerdote es un hombre como los demás en cuanto a la naturaleza humana, pero por otra parte es y debe ser distinto, porque es un ungido de Dios y como dice santo Tomás de Aquino: “El actuar sigue al ser”. Gracias al sacerdote tenemos la celebración eucarística y como dijo el Papa Francisco el miércoles de la semana pasada: “En la Misa no damos algo a Dios, sino que recibimos de Él, eso de lo cual tenemos verdadera necesidad”.


Que la Virgen María y san José, nos ayuden a prepararnos de la mejor manera, para vivir la novena que ahora iniciamos en toda la Iglesia y así el Niño Jesús renazca en el pesebre de nuestros corazones. Así sea. 

Parroquia de San Emeterio y San Celedonio
Cizur Menor, Navarra, España 


XI ANIVERSARIO DE ORDENACIÓN SACERDOTAL
17-DICIEMBRE-2016

Después de ser descubiertos como objetos de la misericordia, los ministros deben, como los clérigos santos, dar a los demás la riqueza más grande: la misericordia del Padre (Pbro. Laurent Touze).

En el tiempo de mi formación en el seminario escuchaba unas frases, las cuales dándoles orden son las siguientes: “¿Por qué existe el sacerdocio cristiano? Por el amor y la misericordia de Dios” “Por la gran misericordia de Dios hacia la humanidad fue instituido el sacerdocio, el Sacramento del Orden” “Somos indignos de participar del sacerdocio de Cristo, pero por su divina misericordia participamos de él”. Ciertamente es así, Jesús el Sumo y Eterno Sacerdote decidió elegir hombres para hacerlos participar de su Sacerdocio: “Porque todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados; y puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza. Y a causa de esa misma flaqueza debe ofrecer por los pecados propios igual que por los del pueblo” (Carta a los Hebreos 5, 1-3). El sacerdote, por tanto, es un hombre elegido por misericordia de Dios, para ser “testigo e instrumento de la misericordia divina” (Juan Luis Cardenal Cipriani Thorne, Lima, 31 de mayo de 2002).

Aunque el sacerdocio existe por amor y misericordia de Dios, y el amor con la misericordia están estrechamente unidos, voy a resaltar la misericordia en unión con la acción de gracias y la humildad. En primer lugar, porque el 2015-2016 ha sido el año de la misericordia, y en segundo lugar, porque parto de mi consideración personal con ocasión de mis 11 años de sacerdocio.

“Cómo pagaré al Señor
todo el bien que me ha hecho?
Alzaré la copa de la salvación,
invocando su nombre”
(Salmo 115, 3-4).

Con 10 años y 8 meses de sacerdocio he llegado a la ciudad de Pamplona, España, para estudiar Filosofía en la Universidad de Navarra, enviado por el señor obispo. Separado de mi país, mi diócesis y del Seminario Menor “Pio XII”, y entrando en otra realidad con nuevos retos, he ido retrocediendo mentalmente a manera de película hasta el día de mi ordenación sacerdotal, lo cual me ha llevado a exclamar: “Gracias, Señor Jesús, por tu gran misericordia para conmigo. ¡! Como te pagare tanto bien, paciencia, compasión, compresión que has tenido conmigo!!” Estas exclamaciones han surgido desde el fondo de mi corazón, reconociendo a “Deus, dives in misericordia” (Efesios 4, 2).

Como cualquier ser humano, nos sentimos inclinados a quejarnos, a arrepentirnos de haber aceptado libremente una misión, de buscar excusas ante presiones, o incluso, sentirnos agrandados por un privilegio que se nos ha concedido, el cual tiene el objetivo de servir mejor en la diócesis, en la Iglesia. Tratando de ser profundo y sincero, reconozco que si se me ha dado la oportunidad de especializarme para servir mejor, si he llegado a 11 años de ministerio sacerdotal, si pude haber estado en situaciones deplorables, pero no llegue a ellas, si me salve providencialmente de merecidas reprensiones, es por pura misericordia de Dios. No es lo mismo decirlo cuando se ha comprendido todo esto existencialmente, que decirlo porque se ha leído en un libro, porque se ha aprendido en clases, meditaciones, predicaciones en el seminario, o repetirlo porque varios lo dicen en público. Sería un desagradecido si no valorara y agradeciera tanto bien, tanta misericordia, si me pusiera a juzgar a otros hermanos sacerdotes y demás personas en situaciones difíciles a causa de sus malas decisiones o errores, porque Dios me ha mostrado su misericordia. Bien decía el Papa Juan Pablo II, que la misericordia brota del amor. Es posible que alguien se sienta inclinado a hacer un análisis y quizá hasta un juicio por lo expresado en las anteriores líneas, mas espero sirva de motivación al lector hacia una auto consideración personal.

En la vida se nos dan momentos, ocasiones, situaciones que nos impulsa a revisar un presente concreto teniendo un punto de partida en el pasado. Mi humilde invitación es a tomarse un tiempo para hacer un viaje mental retrospectivo, con el objetivo de darle gracias a Dios, a abrirnos a la humildad, puesto que su misericordia se ha derramado en nosotros. Misericordia, acción de gracias, humildad.

Su Santidad el Papa Francisco nos ha dicho al respecto: “En este Año Santo Jubilar, celebramos con todo el agradecimiento de que sea capaz nuestro corazón, a nuestro Padre, y le rogamos que «se acuerde siempre de su Misericordia»; recibimos con avergonzada dignidad la Misericordia en la carne herida de nuestro Señor Jesucristo y le pedimos que nos lave de todo pecado y nos libre de todo mal; y con la gracia del Espíritu Santo nos comprometemos a comunicar la Misericordia de Dios a todos los hombres, practicando las obras que el Espíritu suscita en cada uno para el bien común de todo el pueblo fiel de Dios” (24 de marzo de 2016). Es que en verdad en toda nuestra vida está presente la acción misericordiosa de Dios. El descubrimiento de la misericordia en la vida personal es una fuerte invitación a serlo también con los demás.

Consideremos la reflexión de Laurent Touze (Profesor de Teología Espiritual en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, 3 de junio de 2016): “Embajador del Padre de las misericordias (2Co 1,3; 5,20) y siervo de sus hermanos, el sacerdote es animado a encarnar concretamente la caridad y la dulzura.

Para vivir su ministerio como donación de misericordia, el sacerdote está primero llamado a saberse receptor del agua de la misericordia, vocacionalmente misericordiado para vocacionalmente misericordiar. Pablo VI le recuerda que es «un preferido por la misericordia del Señor. Él lo amó de modo particular; lo marcó con un carácter especial, así lo habilitó para el ejercicio de potestades divinas; lo enamoró de Sí, hasta el punto de madurar en él el acto de amor más pleno y más grande del que el corazón humano sea capaz: la oblación total, perpetua, feliz de sí… Tuvo el valor de hacer de su vida un ofrecimiento, precisamente como Jesús, por los demás, por todos, por nosotros» (Audiencia general, 13 de octubre de 1971).

Similarmente, Juan Pablo II en una de sus cartas a los sacerdotes escribía: «Es importante [...] que sintamos la gracia del sacerdocio como una sobreabundancia de misericordia. Misericordia es la absoluta gratuidad con que Dios nos ha elegido: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros» (Jn 15,16). Misericordia es la condescendencia con que nos llama a actuar como sus representantes, aun sabiéndonos pecadores. Misericordia es el perdón que Él nunca nos rechaza» (Carta a los Sacerdotes en el Jueves Santo 2001, n. 6).

Después de ser descubiertos como objetos de la misericordia, los ministros deben, como los clérigos santos, dar a los demás la riqueza más grande: la misericordia del Padre. El Papa Francisco dijo al inicio del año jubilar celestiniano: «San Celestino V, [...] como San Francisco de Asís, tuvo un sentido fortísimo de la misericordia de Dios, y del hecho de que la misericordia de Dios renueva el mundo. [...] Con esta compasión fuerte por la gente, estos santos sintieron la necesidad de dar al pueblo lo más grande, la riqueza más grande: la misericordia del Padre, el perdón. [...] Estos dos Santos dieron ejemplo. Sabían que, como clérigos –uno era diácono, el otro obispo, obispo de Roma–, como clérigos, los dos debían dar ejemplo de pobreza, de misericordia y de desprendimiento total de sí mismos» (Encuentro con la Ciudadanía y convocatoria del Año Jubilar Celestiniano, Isernia, 5 de julio de 2014). Esta vida misericordiosa debe caracterizar el estilo existencial del pastor, ha exhortado el Papa Francisco: «Un Pastor que es consciente de que su ministerio nace únicamente de la misericordia [...] no podrá jamás asumir una actitud autoritaria, como si todos fuesen a sus pies y la comunidad fuese su propiedad, su reino personal. [...] Ay si un obispo, un sacerdote o un diácono pensasen saberlo todo, tener siempre la respuesta justa para cada cosa y no necesitar de nadie. Al contrario, la conciencia de ser él el primer objeto de la misericordia y de la compasión de Dios debe llevar a un ministro de la Iglesia a ser siempre humilde y comprensivo respecto a los demás» (Audiencia general, nn. 2-3, 12 de noviembre de 2014)”.

María, madre de la misericordia, está pendiente de cada sacerdote, para animarlo a perseverar en la santidad y a volver al camino correcto si se ha desviado, a curarlo si está herido, a confortarlo si esta despreciado y abandonado. María, Madre de la misericordia, madre de la esperanza.

Pbro. Gustavo Romero
Pamplona, 26-Diciembre-2016
Fiesta de San Esteban, Protomártir

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