Mientras leía el Libro de Isaías 35, 1-6ª. 10, es decir, la
primera lectura del tercer domingo de Adviento ciclo “A”, ante la presencia de
Jesús Sacramento expuesto en la capilla de adoración de la Parroquia en la cual estoy sirviendo actualmente, me detuve a considerar el siguiente versículo: “Fortaleced las manos débiles”. Luego,
recibí una “segunda luz” que conmovió mi ser e hizo ver con los ojos del alma
mis manos y escuchar una voz en mi mente que decía: “¡tenés las manos consagradas!”, “¡tengo las manos consagradas!”. Las manos del sacerdote
han sido relegadas, es decir, ungidas para santificar, bendecir, colaborar con
lo bueno. Por lo consiguiente, si un sacerdote emplea sus manos para colaborar y
realizar acciones injustas e inmorales, ensucia y desvirtúa esas partes del cuerpo consagradas por el obispo.
El actual Papa Emérito Benedicto XVI,
providencialmente para iluminar este escrito vivencial, predicó las siguientes palabras
hermosas y al mismo tiempo interpeladoras:
“Recordemos, asimismo, que nuestras manos han sido ungidas con el óleo, que es el signo del
Espíritu Santo y de su fuerza. ¿Por qué precisamente las manos? La mano del
hombre es el instrumento de su acción, es el símbolo de su capacidad de
afrontar el mundo, de "dominarlo". El Señor nos impuso las manos y
ahora quiere nuestras manos para que, en el mundo, se transformen en las suyas.
Quiere que ya no sean instrumentos para tomar las cosas, los hombres, el mundo
para nosotros, para tomar posesión de él, sino que transmitan su toque divino,
poniéndose al servicio de su amor. Quiere que sean instrumentos para servir y,
por tanto, expresión de la misión de toda la persona que se hace garante de él
y lo lleva a los hombres.
Si las manos del hombre representan simbólicamente sus
facultades y, por lo general, la técnica como poder de disponer del mundo,
entonces las manos ungidas deben ser un signo de su capacidad de donar, de la
creatividad para modelar el mundo con amor; y para eso, sin duda, tenemos
necesidad del Espíritu Santo. En el Antiguo Testamento la unción es signo de
asumir un servicio: el rey, el profeta, el sacerdote hace y dona más de lo
que deriva de él mismo. En cierto modo, está expropiado de sí mismo en función
de un servicio, en el que se pone a disposición de alguien que es mayor que él.
[…] Pongamos hoy de nuevo nuestras manos a su disposición
y pidámosle que nos vuelva a tomar siempre de la mano y nos guíe” (13 abril
2006).
Así es, al celebrar 17 años de Ordenación Sacerdotal junto a otros dos hermanos sacerdotes comparto esta reflexión con toda la feligresía, y por supuesto, con todos mis hermanos sacerdotes que la lean, para que seamos conscientes de que nuestras manos “no son para tomar posesión del mundo”, que no son para prostituirlas al tocar, acariciar todo aquello que a sabiendas es pecado. Estas luces han sido motivo para reflexionar sobre cómo hemos empleado nuestras manos ungidas durante el tiempo que llevamos de Ministros del Altísimo, como también, ha de ser una consideración para todas aquellas personas que se han acercado o piensan acercarse al sacerdote para provocar que se embarren sus manos con el pecado.
Que nuestra Madre Santísima, cuyas manos eran tiernas pero hacendosas, San José, de manos endurecidas por el trabajo, sean para nosotros los sacerdotes intercesores y memoria del sublime y santo poder que revisten nuestras manos de hombre.