Queridos hermanos y hermanas, con la solemne Vigilia Pascual hemos
celebrado y continuamos celebrando la gloriosa victoria de nuestro Señor Jesucristo,
fundamento de nuestra esperanza, tal como nos lo enseña san Pablo en la Primera
Carta a los Corintios, en el capítulo 15. Precisamente, este es el anuncio
que la Iglesia quiere transmitir en este tiempo pascual: ¡Cristo resucitado, es
nuestra esperanza! Cuando hay esperanza, hay motivos para luchar.
Hablando a sus cristianos, Pablo parte de un dato inapelable, que
no es el resultado de una reflexión de un hombre sabio, sino un hecho, un
simple hecho que ha intervenido en la vida de algunas personas. El cristianismo
nace de aquí. No es una ideología, no es un sistema filosófico, sino que es un
camino de fe que parte de un acontecimiento, testimoniado por los primeros
discípulos de Jesús. Pablo lo resume de esta manera: Jesús ha muerto por
nuestros pecados, fue sepultado, y al tercer día resucitó y se apareció a Pedro
y a los Doce (cfr. 1 Corintios 15, 3-5). Este es el hecho:
murió, fue sepultado, resucitó y se apareció. Es decir, ¡Jesús está vivo! Este
es el núcleo del mensaje cristiano.
Anunciando este acontecimiento, que como todos sabemos es el
núcleo central de la fe cristiana, Pablo insiste sobre todo en el último
elemento del misterio pascual, es decir en el hecho de que Jesús ha resucitado.
Efectivamente, si todo hubiera terminado con su muerte, en Él tendríamos un
ejemplo de devoción suprema, pero esto no podría generar nuestra fe, y menos
aún nuestra esperanza y caridad. No ha sido un héroe según los parámetros del
mundo, sino alguien que murió y resucitó. Por consiguiente, la fe nace de la resurrección dice el
Papa Francisco. Aceptar que Cristo murió, y murió crucificado, no es un acto de
fe, es un hecho histórico. Si no hubiera sido así, tendrían razón los ateos y
detractores en burlarse de la fe firme y valiente de los cristianos, pero como
su victoria en el sepulcro fue histórica, nuestra fe tiene sentido y solidez.
Nuestra fe nace la mañana de Pascua, y por ello acudimos a la
Santa Misa dominical para revitalizar esa fe recibida como un don del Cielo.
San Pablo hace una lista de las personas a las cuales Jesús resucitado se
apareció (véanse 1 Corintios 15, 5-7). Tenemos aquí una pequeña síntesis de
todas las narraciones pascuales y de todas las personas que entraron en
contacto con el Resucitado. Encabezando la lista está Cefas, es decir Pedro, y
el grupo de los Doce, luego “quinientos hermanos” muchos de los cuales podían
dar todavía su testimonio, luego es citado Santiago. Último de la lista —como
el menos digno de todos— está él mismo. Pablo, pues, dice de sí mismo: “como un
aborto” (cfr. 1 Corintios 15, 8). El usa esta expresión porque su historia
personal es dramática: él no era un jovencito de los que hoy sirven en la misa,
sino un perseguidor de la Iglesia, orgulloso de sus propias convicciones; se
sentía un hombre realizado, con una idea muy límpida de qué era la vida con sus
deberes. Pero, en este cuadro perfecto de vida, un día ocurrió lo que era
absolutamente imprevisible: el encuentro con Jesús Resucitado, sobre el camino
de Damasco. ¿Cuántas personas se sienten seguras con sus esquemas de vida al
margen de Dios? El orgullo personal no deja resucitar en el Señor, ya sea
porque se piensa que no se necesita para nada o porque se piensa que como no se hace
daño a nadie, entonces se es bueno o hasta santo... Y el perseguidor se
convierte en apóstol, ¿por qué? Porque ¡yo he visto a Jesús vivo! ¡Yo he visto
a Jesús resucitado! Este es el fundamento de la fe de Pablo, como el de la fe
de la Iglesia Católica, como el de nuestra propia fe.
Jesús resucitado sale al encuentro de Pablo de Tarso, y en cada
tiempo pascual se sigue repitiendo: El glorioso vencedor sale al encuentro del
ser humano. Por tal motivo, el cristianismo es gracia, es sorpresa, cambia el
sentido de nuestra vida, nos da motivo para vivir, aunque se esté en medio de
unas tinieblas que se sienten muy pesadas e interminables.
Cuántos hombres o grupos socio-políticos se están erigiendo como “la esperanza” de las sociedades, usurpando el lugar que le corresponde a Jesús resucitado, y lo más triste es que cantidad de personas les conceden esa primacía. No nos extrañemos del remolino que estamos viviendo, pues es producto de nuestra idolatría, de nuestra terquedad, cuando el Maestro nos dijo tan claramente que los gobernantes de este mundo oprimen (cfr. San Mateo 20, 25) Y, entonces, ¿qué se puede hacer? Pues, renovarnos existencialmente en el resucitado y desde ahí con su fuerza que “viene de lo alto” seguir en pie de lucha cristiana, hasta lograr sanar la sociedad, la familia, lacerada por los falsos mesías e ideologías de muerte, y recomenzar de nuevo. Cuando hay esperanza, ¡hay motivos para luchar! “Todos lo podemos en Cristo que nos fortalece” (Filipenses 4, 13).
A esto añadimos las palabras del Papa Francisco: “Entonces, aunque
seamos pecadores —todos nosotros lo somos—, si nuestros propósitos de bien han
permanecido sobre el papel, o también si, mirando nuestra vida, nos damos
cuenta de haber sumado muchos fracasos... En la mañana de Pascua podemos hacer
como esas personas de las cuales habla el Evangelio: ir al sepulcro de Cristo,
ver la gran piedra volcada y pensar que Dios está realizando para mí, para
todos nosotros, un futuro inesperado. Ir a nuestro sepulcro: todos tenemos un
poquito dentro. Ir ahí, y ver cómo Dios es capaz de resurgir de ahí. Aquí hay
felicidad, aquí hay alegría, vida, donde todos pensaban que hubiera solo
tristeza, derrota y tinieblas. Dios hace
crecer a sus flores más bonitas en medio de las piedras más áridas”. Los
cristianos somos un pueblo de esperanza, sostenida por ese que Vive por los
siglos de los siglos (cfr. Apocalipsis 1, 18).
A modo de conclusión, afirmamos, pues, que ser cristianos
significa no partir de la muerte, sino del amor de Dios por nosotros, que ha
derrotado a nuestra acérrima enemiga. No es un amor para alimentar nuestras
aspiraciones sentimentales, sino un amor redentor y transformativo, el cual nos
impulsa a no ceder al mal por más fuerte que sea, a permanecer firmes y
solidarios. El converso Pablo grita,
haciéndose eco de los profetas que veneraba: « ¿Dónde está oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está oh muerte, tu aguijón?
» (1 Corintios 15, 55). Durante esta cincuenta pascual llevamos este grito en
el corazón. Y si nos cuestionan sobre nuestra alegría y serenidad, por
mostrarnos como esa hermosa rosa de buen olor en medio de áridas piedras, respondamos:
¡Cristo está vivo! ¡Él está aquí, ha resucitado! Nuestra vida ha resucitado con
El. Todo puede volver a renacer, en Jesucristo resucitado.
¡Felices pascuas de Resurrección!
Pbro. Lic. Gustavo Romero
*Nota: Este articulo ha sido publicado en la Revista pastoral de la Parroquia "Nuestra Señora del Pilar", Diócesis de Margarita, Venezuela.