Queridos jovencitos y jovencitas:
Nos hemos reunido con la intención de recordar,
concientizar, aprovechar esta nueva oportunidad que Dios nos regala, por tanto,
con esta celebración vespertina, el Señor nos da la gracia y la alegría de
abrir el nuevo Año litúrgico iniciando con su primera etapa: el Adviento, es
decir, el período que conmemora la venida de Dios entre nosotros. Todo
inicio lleva consigo una gracia particular, porque está bendecido por el Señor.
En este Adviento se nos concederá, una
vez más, experimentar la cercanía de Aquel que ha creado el mundo, que orienta
la historia y que ha querido cuidar de nosotros hasta llegar al culmen de su
condescendencia haciéndose hombre. ¿A quién nos estamos refiriendo? ¡A
Jesucristo! Precisamente, el misterio grande y fascinante del Dios con
nosotros, es más, del Dios que se hace uno de nosotros, es lo que celebraremos
en las próximas semanas caminando hacia la santa Navidad. Esto es impresionante,
lo diré dirigido a ustedes: Dios se ha acercado a ustedes, quiere estar a su
lado y por eso se hace uno de ustedes. ¿Y por qué Dios quiere hacer eso con
ustedes los jóvenes? Por que ustedes le interesan a Dios, ustedes valen
demasiado para Jesús, tanto individualmente como grupo juvenil. La juventud es
una etapa deseada por Dios, porque Dios lo quiso así y Él es el perfecto
Creador. Por eso, si comprendemos estas verdades mencionadas, durante el tiempo
de Adviento sentiremos que la Iglesia nos toma de la mano y, a imagen de María
santísima, manifiesta su maternidad haciéndonos experimentar la espera gozosa
de la venida del Señor, que nos abraza a todos en su amor que salva y consuela.
Mientras nuestros corazones se disponen a la celebración
anual del nacimiento de Cristo, la liturgia de la Iglesia orienta nuestra
mirada hacia la meta definitiva: el encuentro con el Señor que vendrá en el
esplendor de la gloria. Por eso nosotros que en cada Eucaristía «anunciamos su
muerte, proclamamos su resurrección, a la espera de su venida», vigilamos en
oración. La liturgia no se cansa de alentarnos y de sostenernos, poniendo en
nuestros labios, en los días de Adviento, el grito con el cual se cierra toda
la Sagrada Escritura, en la última página del Apocalipsis de san Juan: «¡Ven,
Señor Jesús!» (22, 20).
Queridos jovencitos y jovencitas, nuestro reunirnos aquí
esta tarde para iniciar el camino del Adviento queremos enriquecerlo con otro
importante motivo: con toda la Iglesia, queremos reflexionar y orar por la vida
naciente. Precisamente, el comienzo del Año litúrgico nos hace vivir nuevamente
la espera de Dios que se hace carne en el seno de la Virgen María, de Dios que
se hace pequeño, se hace niño; nos habla de la venida de un Dios cercano, que
ha querido recorrer la vida del hombre, desde los comienzos, y esto para
salvarla totalmente, en plenitud. Así, el misterio de la encarnación del Señor
y el inicio de la vida humana están íntima y armónicamente conectados entre sí
dentro del único designio salvífico de Dios, Señor de la vida de todos y de
cada uno. La Encarnación nos revela con intensa luz y de modo sorprendente que
toda vida humana tiene una dignidad altísima, incomparable. Cuántos jóvenes
desde pequeños han sufrido o sufrieron abusos en su dignidad humana, cuántos
jóvenes se han salvado de un aborto, por otra parte, cuántos jóvenes son
irresponsables en el aspecto procreativo, donde las relaciones intimas se han
vuelto placer, diversión, espacios para experimentar, el sentir “éxtasis”
pasionales.
El ser humano presenta una originalidad inconfundible
respecto a todos los demás seres vivientes que pueblan la tierra. Se presenta
como sujeto único y singular, dotado de inteligencia y voluntad libre, pero
también compuesto de realidad material. Vive simultánea e inseparablemente en
la dimensión espiritual y en la dimensión corporal. Lo sugiere también el texto
de la primera carta a los
Tesalonicenses: «Que él, el Dios de la paz —escribe san Pablo—, los
santifique plenamente, y que todo su ser, el espíritu, el alma y el cuerpo, se
conserve sin mancha hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo» (5, 23).
Somos, por tanto, espíritu, alma y cuerpo. Somos parte de este mundo,
vinculados a las posibilidades y a los límites de la condición material; al
mismo tiempo, estamos abiertos a un horizonte infinito, somos capaces de
dialogar con Dios y de acogerlo en nosotros. Actuamos en las realidades
terrenas y a través de ellas podemos percibir la presencia de Dios y tender a
él, verdad, bondad y belleza absoluta. Saboreamos fragmentos de vida y de
felicidad y anhelamos la plenitud total.
Dios nos ama de modo profundo, total, sin distinciones;
nos llama a la amistad con él; nos hace partícipes de una realidad por encima
de toda imaginación y de todo pensamiento y palabra: su misma vida divina. Con
conmoción y gratitud tomamos conciencia del valor, de la dignidad incomparable
de toda persona humana y de la gran responsabilidad que tenemos para con todos.
«Cristo, el nuevo Adán —afirma el concilio Vaticano II— en la misma revelación
del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre y le descubre la grandeza de su vocación... El Hijo de Dios, con su
encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et spes, 22).
Queridos jóvenes graben en su mete esta convicción y
háganla suya: Creer en Jesucristo conlleva también tener una mirada nueva
sobre el hombre y la mujer, una mirada de confianza, de esperanza. Por lo
demás, la experiencia misma y la recta razón muestran que el ser humano es un
sujeto capaz de inteligencia y voluntad, autoconsciente y libre, irrepetible e
insustituible, vértice de todas las realidades terrenas, que exige que se le
reconozca como valor en sí mismo y merece ser escuchado siempre con respeto y
amor. Tiene derecho a que no se le trate como a un objeto que poseer o como
a algo que se puede manipular a placer, que no se le reduzca a puro instrumento
en favor de otros o de sus intereses. La persona es un bien en sí misma y es
preciso buscar siempre su desarrollo integral. El Hijo de Dios se hizo
humano, por hacérsenos cercanos, para redimirnos, pero también para que
valoremos el ser persona, claro, el Dios topoderoso y perfecto, decide hacerse
hombre… limitado, pequeño, débil… Y el Dios encarnado no quiso suprimir ninguna
etapa ordinaria en el ser humano: estuvo en el vientre de una mujer, nació, fue
niño, joven, adolescente y adulto.
Que en esta navidad nos reencontremos y encontremos con
el Dios vivo presente en Jesucristo, en la sencillez del Niñito Dios. He querido aprovechar la meditación dada por el Papa Benedicto XVI, en
el año 2010 en la celebración de las primeras vísperas de Adviento, resaltando
el valor de la vida, porque la vida se vive
verdaderamente cuando se vive como se debe vivir. Si tu valoras la vida de Jesucristo de paso por este mundo y valoras la tuya, estas listo para tener en cuenta
la de los demás y ser responsable en tu sexualidad.
A la Virgen María, que acogió al Hijo de Dios hecho
hombre con su fe, con su seno materno, con atenta solicitud, con el
acompañamiento solidario y vibrante de amor, encomendamos la oración y el
empeño en favor de la vida naciente. Lo hacemos en la liturgia —que es el lugar
donde vivimos la verdad y donde la verdad vive con nosotros— adorando la divina
Eucaristía, en la que contemplamos el Cuerpo de Cristo, ese Cuerpo que tomó
carne de María por obra del Espíritu Santo, y de ella nació en Belén, para
nuestra salvación. Ave, verum
Corpus, natum de Maria Virgine!